miércoles, 28 de septiembre de 2011

D. Arturo Pérez - Reverte

 Madrid. Sería en el mes de noviembre. 

Anocheciendo, oscuro y con una ligera lluvia. Al fondo, venía él, delgado, con una gabardina tipo Humphrey Bogart y con el cigarro iluminándole la cara cada vez que daba una calada.
Ojos duros, observando a cualquiera que se cruce, viene despacio, hemos quedado en un café de la calle Lope de Vega. Café Historia, se llama.

Aún me pregunto por qué aceptó finalmente la cita mientras le veo llegar, y ya no son nervios, son ganas de compartir y  aprender.
Estrecha la mano firme mirando a los ojos, con un "buenas noches, encantado" pausado, y parecía que le apeteciera más eso de perderse por las calles de Madrid que tan bien conoce que aquello de meterse en un bar.

Cuando uno le ha leído tanto, y acompañado en tantas batallas de su loca cabeza, quiere ver al hombre que escribe tras esas letras.
Lo que quería es ver más allá, intentar abir el alma y nuestras historias. Ciscarnos, como dice él, en quien toque y de paso, sacar una moraleja más en esto de la vida.
"Me gustas más como articulista que como novelista", le digo.
Esa sonrisa de media boca mientras coge la caña que Antonio le ha servido.
Tres o cuatro horas hablando de nuestras vidas, de política, de esta España y de  la que fue,  de novelas y proyectos de cada uno, proyectos de vida y sentir.

Cuenta varias historias de cuando el Kalashnikov era para él tan familiar como su pluma o su vieja máquina portátil.
Le hablo de mi curro, de lo que veo, y de lo que siento. Escucha atento, pregunta como un niño curioso y concluye con frases o gestos cortos. Eso de hablar de más, ya lo hacen en el congreso, radios y teles.

Se va despacio, encendiendo otro cigarro, con seis o siete cañas en el cuerpo y le miro sintiendo que aquel hombre, ese que escribe todos los domingos y tantas veces nos hace pensar y reír es mucho más que negro sobre blanco, y que mereció la pena sacar el valor y las horas para seguir aprendiendo.

Ese es mi encuentro imaginario con D. Arturo, al que agradezco profundamente que eleve el arte de escribir, y sobre todo de hacer pensar, aunque no esté de acuerdo, que aquí, amigo, se viene a aprender y sentir.






jueves, 22 de septiembre de 2011

36 veranos

Se dice pronto. Vivir 36 veranos.  

Equivocarse: Tener o tomar algo por otra cosa, juzgando u obrando desacertadamente.
Aprender: Adquirir el conocimiento de algo por medio del estudio o de la experiencia.

De esto se trata. De equivocarse y aprender.
Somos halcones de nuestro tiempo. Halcones con bocas enormes que se atreven a juzgar cada día y hablar de más cuando no toca. Verdaderos guardianes de lo ajeno. Master en recursos ajenos y además compartirlo con quien no toca. Hemos hecho de la discreción algo realmente raro y especial.

Equivocarse y aprender, es un derecho. Cuando detienen a la gente deberían decirlo. Tiene usted derecho a guardar silencio, a un abogado, si no se puede pagar uno el Estado le asignará uno de oficio, a defenderse, y a equivocarse y luego aprender.

Es inevitable -al menos para mí- evaluar más a fondo cuando se acerca mi cumpleaños. Como todos, me he confundido mil veces. Y en esas estoy, queriendo aprender y mejorar cada día. Tengo la gran suerte, además, que mi trabajo sirve para eso, para que los demás también aprendan y mejoren.
Hay gente que dice que no vale arrepentirse, que lo que vale es aprender. Según lo que haya hecho, oiga. Que hay errores de los que sería mejor no tener que haber aprendido.

Supongo que nos pasa a todos eso de vernos y no creernos que tenemos esos añitos. La realidad es que sí, que los tenemos, y eso significa que se han vivido millones, y que, uno no sabe cuando termina esto, pero que merece la pena y mucho aquello de este minuto no vuelve.
No me quedo con ninguna edad, con la que tengo,  que seguro que tiene y estoy viviendo  un montón de cosas buenas que disfrutar y compartir con quien merece la pena.

A todos los que durante estos años me habéis ayudado a ser feliz, gracias, muchísimas gracias. A los otros... gracias también, por que así uno sabe también lo que no quiere, y eso es importante.

Hay dos personas a las que aunque viviera 30 vidas de mil años, jamás podría agradecer como se han portado y todo lo que son para mí. Suelo decir a mis amigos, que ellos tienen excelentes padres, pero que yo, sencillamente, tengo a los mejores.





jueves, 15 de septiembre de 2011

Aquella guardia

Recuerdo la primera noche al llegar con nuestras bolsas y el pelo rapado.

Uno había escuchado demasiadas veces las famosas novatadas en la mili. Caras serias, todos queríamos imponer respeto.

Doscientas cincuenta almas vestidos de paisano, bajo una lluvia espectacular formadas en el patio.
Al fondo, la lluvia dejaba ver a  un tipo con gorra que ordenaba "derecha, firmes, izquierda!" sin ningún rigor, sin ningún fin, que no sea el placer que te da el poder de tres galones de sargento en tus hombros.

Mucha gente considerará inútil el servicio militar y no voy a hacer aquí ninguna defensa de eso, pero para mí, esos 9 meses, conocer a todas esas personas, ver en un reducido espacio una muestra del mundo fue una experiencia que no olvidaré. Recuerdo muchos de sus nombres, y a veces me pregunto que será de ellos. Me encantaría tener la oportunidad de ver como han tratado a la vida.

Recuerdo muy bien aquella guardia.
Mes de abril en Vitoria, llovía. Yo hice pocas guardias, las ventajas de ser furriel, pero aquel día, aquella noche, yo estaba allí.
Me tocó con un chaval de 21 años de Bilbao, delgado, de estatura media, con cara de pillo y que acostumbraba a sonreír poco y a hablar menos.  
Nuestro turno era en pareja y había que llegar hasta un bosque lejano y hacer la ronda. Durante dos horas.
Yo en la mili era un tipo serio, que imponía respeto, así que aquella guardia parecía que iba a ser de todo menos enriquecedora.
Me pidió un cigarro. Y aunque no se puede fumar en una guardia, estábamos suficiente mente lejos del puesto de mando, mucho árbol, tapados con las capas, me pareció bien. Acabábamos de empezar.
Se sentó en el suelo. - Siéntate, me dijo-.

Oye, ¿tú eres feliz?, preguntó. Respondí que sí rápidamente sin pensar en ello, y le pregunté el por qué me decía eso mientras pensaba en como se había atrevido a hacerme esa pregunta, y qué le podría estar pasando a él.
Me senté despacio, mirando desde arriba a alguien que ni siquiera me miró para preguntarme algo así y que parecía esconder un millón de cosas en sus ojos y su cabeza.
Abrazábamos los fusiles.
"Esto es una mierda, Güenechea, la vida es una mierda".
Empezó a hablar y a contarme los problemas que tenía en su casa, un padre alcohólico y una madre que apenas le hablaba y que nunca había sentido su abrazo ni cariño. No veía sentido a nada de esto.  Difícil para un chico listo, observador, que creció en las calles y en recreativos.

Hablaba de una manera realmente pausada, contestaba a preguntas difíciles, profundas, con absoluta honestidad.
"Voy a dejar esto, es lo mejor" dijo mientras me miraba por primera vez con una seguridad increíble.
Cuando alguien te dice algo así y tiene en su mano un fusil con munición de verdad, tu corazón se acelera, tu primera reacción será el "no, no..." y un sudor frío recorrerá todo tu cuerpo.
Decidí mostrar tranquilidad, y hablar de mis planes de futuro - que podrían ser suyos- y compartir cosas que no compartí con nadie en la mili y diría que en mi vida, hasta entonces.
Entonces sí me miraba, atento, escudriñando cada palabra, cada gesto, apenas respondía, asentía con su cara mojada, mientras hacía el gesto de pedir otro cigarro.

El no tenía amigos de verdad, él estaba acostumbrado a hablar con sus "amigos" de como hacerse con una botella del súper, drogas, o como liarla de verdad.

Faltaba poco para que tuviéramos que llegar al puesto de mando, me levanté y le dije: "tenemos que irnos". Se levantó, avanzamos unos metros, recuerdo las botas llenas de barro,  paró de repente y sonriendo dijo "gracias, Güene".

Coincidíamos mucho en el cuartel, pero él iba con una cuadrilla y yo con otra, no solíamos hablar, nos guiñábamos el ojo, o nos seguíamos con la mirada.

Aquella noche fría y lluviosa aprendí de nuevo el valor de la amistad, el valor de hablar de las cosas que importan, compartir con quien merece y preguntarnos el por qué de las cosas.

Al final, la verdad es que él me ayudó mucho más a mí.

Estoy convencido que hoy, tantos años más tarde, está disfrutando de un viaje espectacular en esto de la vida.






jueves, 8 de septiembre de 2011

Perspectiva

Ayer me contaba un amigo una situación que me hizo pensar:

Su mujer, por error, puso en el lavavajillas Fairy, a falta de Calgonit o producto similar. La consecuencia: una gran fiesta de la espuma en la cocina. Espuma y agua para regalar.
Entre los dos estudiaron diferentes soluciones rápidamente, y fueron tomando decisiones durante el proceso: ¿abrir el lavavajillas? ¿ponerlo otra vez para que termine? ¿qué usar para quitar la espuma de dentro?... en fin, os podéis imaginar la fiesta que se montó allí.

La realidad es que ninguna de las soluciones aportadas por la causante de la situación, fueron útiles.
No es culpa de su mujer, le podría haber pasado a cualquiera, faltaría más, pero me ha hecho pensar en la perspectiva de las cosas y es que generalmente, el que te ha causado el problema, no podrá darte la solución. 
Cuando las personas tomamos una decisión hemos evaluado ya las ventajas y desventajas, y es muy fácil "enrocarse" en una posición que aunque no esté teniendo éxito, fue la tuya, fue tu decisión.

Aquí hay varios factores psicológicos fundamentales para que la persona termine abriendo los ojos y aportar soluciones:

1º ¿Ante quien has cometido el error?. Si tienes confianza con esa persona, habrá muchos menos obstáculos para que cedas y tomar decisiones correctas. Al contrario, si no hay confianza con esa persona o incluso no os lleváis del todo bien, tu posición de orgullo te impedirá abrir horizontes. Lo más probable es que además añadas una actitud errónea y eso empeore aún más las cosas.

2º ¿Cuantas veces te has confundido antes? A veces, no tenemos una buena semana, o un buen mes, eso producirá una falta de confianza en nosotros mismos, y nuestra reacción será "otra vez, no". Error. Eso inducirá a que sigas pensando que tenías razón y no lo soluciones. Es mejor "vale, que me he confundido de nuevo, mejor escuchar, aprender y crecer".

3º ¿Tomaste la decisión evaluando bien?. En cualquier decisión, se nos presume haber evaluado la situación y ver los pros y contra. Si no la habías preparado bien, no podrás argumentar el porqué tomaste esa decisión, y así poder compartir el porqué de esa situación, como se ha llegado allí.
Además, es muy probable que no te hayas confundido en todo, y seguro que tienes ideas que aportar a quienes te quieren ayudar.

4º Nunca pienses que quien te ayuda, supervisa o un amig@ te quiere castigar o que está gozando por verte cometer un error. Si piensas eso, lo más probable es que tu actitud tampoco sea la adecuada para solucionarlo, y vuelvas a esa posición de oigo pero no escucho. Si existe un problema obvio con quien te ayuda, olvídalo mientras se está solucionando, utiliza un lenguaje y unos gestos mucho más calmados de lo habitual.

5º Es mejor "hay que..." que " es que...". Resume el problema, analiza bien la situación y mira en que se ha fallado, comparte con la gente, con tu equipo, las soluciones que aportas y ayuda a que los demás no los cometan. Proponer soluciones.

6º Todos nos confundimos, lo importante es tener la humildad y la inteligencia de aprender de ello.

Después de tantas personas formadas, tantas formaciones diferentes, años  conociendo bien  empresas y sus modos de gestión, la actitud lo es casi todo. Hay un potencial brutal en cada persona, ahora tan sólo tienes que responder a una pregunta:

¿Quieres crecer?  :)

jueves, 1 de septiembre de 2011

El abuelo

Se llamaba Manuel. El abuelo Manolo.

Llevo ya muchos días fastidiado de salud y me ha dado por pensar en las limitaciones que el cuerpo nos va poniendo.
Era un hombre con una gran vitalidad, inteligente y de esos que se hicieron de verdad y con mayúsculas a sí mismo.

Pasé muchísimas horas a su lado, tirado en el suelo escuchándolo y poniendo cara de bobo. Contaba historias con enorme detalle, era un gran observador, millones de anécdotas, un gran narrador de su propia vida.
Mil historias, mil lecciones.
Me enseñó mucho, lo recuerdo y le echo de menos.

Debe ser muy complicado ver como tu cuerpo va diciendo para aunque tu cabeza quiera continuar en cosas tan simples como levantarse o ir de una habitación a otra, o un pequeño paseo. Es más complicado todavía si les sucede a gente activa, vital, que quiere aprender cada día y vivirlos de verdad.

Me pregunto que debió pensar a medida que esos días iban pasando y que no mejoraba. Ley de vida, dicen. Nos llegará a todos, nos cuentan.
Y qué. Razón de más para exprimir cada día.

Manuel recorrió medio mundo en barco, empezó desde abajo, sacó una familia adelante y dejó todo esto en casa de un hija y con un montón de gente que aún le siguen queriendo y le recuerdan.

Es una gran manera de pasar por aquí. Un gran resumen de una gran persona.

Gracias, abuelo!